vueltas (y más redundancia)

. . *no hay verdad más real que la que no se dice.




De incomprensiones/Y sorderas.-

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Que la confianza, que la adolescencia es complicada y lo sé, que ya estás grande, que cambia esa cara, que cuéntame que yo también viví lo mismo, que si yo te entiendo, pero entiéndeme tú a mí, ya te quiero ver cuando seas madre.

Y yo que nunca fui, nunca he sido y nunca seré sumisa. Yo que nunca pude escuchar a mis viejos quedándome callada más de tres segundos, yo que recibí docenas de tirones de pelo y cachetadas por encogerme de hombros, por desafiar, por reírme de alguna amenaza.

"Me da lo mismo", aprendí a decir desde que entré al colegio y tras las pruebas de números donde nunca pude obtener más de 6.0, mis papás prometían esconderme los patines. Recuerdo que pocas cosas alteraban tanto lo ánimos como mi indiferencia re.fingida. Sí, porque debo admitir que a veces los castigos resultaban un verdadero golpe en el estómago, pero prefería eso que ponerme a llorar como niñita ridícula y optaba por sollozar en la noche, cuando nadie me veía y podía ahogar el sonido con la almohada. Me dolía que no comprendieran que lo mío no era sumar números sin sentido, manzanas rojas perdidas de niñitos cuyos nombres no variaban del María y Juan, problemas carentes de emoción y dramas de lápices perdidos y prestados que nunca lograron entusiasmarme. Entonces salía del colegio con la hoja del último dictado intacta, con el 7.0 estampado con lápiz escripto azul, con la carita sonriente al lado -que siempre me parecía más fea que la del resto-, con los ojos brillantes.

"Ya, ¿y matemática?", decía mi papá, cortando la felicidad de un trancazo.

Entonces me acostumbré a tener una respuesta preparada para cada vez que alguien se atrevía a menospreciar mis logros. Jamás nadie se encargó de celebrar las primeras ocasiones en que logré descifrar letras, ni cuenta se dieron cuando aprendí a leer y sentí que alguien me había destapado un ojo, o de pronto todo se escuchaba más clarito. Mira, ahí dice Donde Luchito. Mira, ahí venden verduras y bebidas heladitas. Mira, ahí hay una consulta dental con presupuesto gratis. Mira, ahí dice un garabato. Qué son ordinarios, cómo escriben eso en una pared.

"Shhh", soltaba mi mamá cabezeando graciosamente. Siempre me daba verguenza verla dormir en la micro, pero también me hacían reír sus saltos y su ojo medio abierto cada vez que el micrero frenaba. "Lea en voz bajita, así se lee. Que molesta escucharla a cada rato".

"Bueno, qué pena", musitaba yo acercándome más al vidrio para ver un letrero de esos negros escritos con tiza blanca. Y ahí recibía un codazo y los ojos se me llenaban de lágrimas. Entonces me cruzaba de brazos y pensaba en llamar a los carabineros por cada coscorrón o manotazo que ella me daba. Así habían dicho en la tele. Además, los niños tenían derecho a expresarse.

Debo admitir que ese tipo de ideas jamás me abandonaron completamente. Ni siquiera cuando en la escuela dominical de esa Iglesia Pentecostal a la que fui desde cosa chica me mostraron el mandamiento que mi mamá aún me suelta de vez en cuando. "Honrarás a tu padre y a tu madre". Lo había reflexionado durante mucho tiempo. Y ya tenía en mente un puñado de respuestas para ese enunciado, aunque mil veces me explicaron que era sagrado y no se contradecía.

Pero hasta el momento en que mi espíritu pseudo-idealista y cierta parte de mi inocencia caducaron, no dejé de decir todo lo que pensaba. Total. Los golpes me daban rabia un ratito, pero a mis papás los taimaba todo el día con mis respuestas de vieja chica, como opinaban en la familia. Se le va a pasar luego. Siempre pasa que se ponen medio rebeldes, no le hagas caso.

Y en cierta forma, no se equivocaban. Ir creciendo significa guardar secretos, pero no de esos que incluyen un macetero roto o un rojo en química. Nacen historias y cuando ya no hay ánimo de decir nada, de replicar, de contar, ellos sienten ganas de escuchar. Y se desesperan. Y lloran cada vez que la Andrea Molina habla de la falta de comunicación con los hijos, cada vez que la cosita que algún día tuvieron que ayudar a caminar sube corriendo las escaleras para evitar la sesión de preguntas y el sermón de la pseudo-comprensión.

No pues, señores. Que el tiempo pasa y cambia, todo cambia, que 16 años es suficiente para captar que las amigas escuchan menos y entienden más rápido, que la rabia en algún momento se controla y de todas formas siempre está la posibilidad de encerrarse en la pieza y contradecirlos en voz baja.

O escribir, si se da el tiempo y la cabra tiene paciencia.-



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¿Quién demonios soy?

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  • Con 17 años de edad y un par de neuronas disléxicas, hace rato dejé de creer en el viejito pascuero.
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